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Las maras salvatruchas y el Evangelio

Cuando el barrio no es el Reino de los Cielos

A los humanos nos encanta formar grupos. Desde los Doce Apóstoles hasta el club de lectura que nunca termina el libro, nos fascina la idea de pertenecer a algo más grande que nosotros. Pero, sin duda, no todas las asociaciones son precisamente angelicales. Algunas, como las maras salvatruchas, llevan el concepto de hermandad a niveles, digamos, más bien infernales.

"Jesús nos dejó bien claro que la verdadera familia no se mide por tatuajes en la frente ni por juramentos de sangre, sino por el amor". (Fotografía de PixelAnarchy en Pixabay.)


Un poquito de historia (para que no digan que no aprendieron nada)

Las maras surgieron en la década de 1980, cuando muchos salvadoreños huyeron a Estados Unidos escapando de la guerra civil. Allí, en barrios complicados de Los Ángeles, la supervivencia no era un juego de niños. Así nacieron grupos como la Mara Salvatrucha (MS-13), una hermandad con menos espíritu evangélico y más machetes que los recomendados por el Catecismo. Con el tiempo, fueron deportados a El Salvador, Honduras y Guatemala, donde no encontraron precisamente retiros espirituales, sino gobiernos con pocos recursos para rehabilitarlos. ¿El resultado? Unos barrios donde decir “voy a la iglesia” podía interpretarse como “me voy a jugar la vida”.

¿Por qué alguien se mete a una mara?

Aquí es donde la cosa se pone interesante (o triste, depende de cómo lo veas). Las maras ofrecen lo que mucha gente busca: protección, sentido de pertenencia y algo que hacer los fines de semana. En países donde la familia se ha vuelto un concepto borroso y la tasa de desempleo está más alta que la Torre de Babel, es fácil entender por qué alguien sin oportunidades puede ver en la mara su única salida.

Pero Jesús nos dejó bien claro que la verdadera familia no se mide por tatuajes en la frente ni por juramentos de sangre, sino por el amor: “Porque quien hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mateo 12,50). O sea, pertenecer a algo está bien, siempre que no incluya delitos en el paquete de bienvenida.

¿Y ahora qué hacemos?

El problema de las maras no se resuelve solo con discursos motivacionales ni con frases de Paulo Coelho (aunque si lo hiciera, qué fácil sería todo). Es un tema de justicia social, oportunidades y, sobre todo, de evangelización. No basta con decir “arrepiéntanse” y esperar que los pandilleros caigan de rodillas en una conversión fulminante estilo San Pablo. Se necesitan programas que les den opciones reales para rehacer sus vidas.

Un buen ejemplo es el trabajo de algunos misioneros y sacerdotes en Centroamérica, que se meten en barrios peligrosos con más valentía que David contra Goliat y logran rescatar a jóvenes de las garras del crimen. No es fácil, pero tampoco imposible. Como dice el libro de Proverbios: “No te niegues a hacer el bien a quien lo necesita, siempre que esté en tu mano hacerlo” (Proverbios 3,27).

El Reino de Dios versus el reino del miedo

Las maras reinan con miedo, pero el Reino de Dios es otra cosa. No se impone por medio de amenazas, sino con amor y misericordia. Mientras la MS-13 y compañía predican la ley del más fuerte, el Evangelio nos enseña que los verdaderamente fuertes son los que aman hasta a sus enemigos (Lucas 6,27). Un reto difícil, sin duda, pero si Cristo pudo perdonar desde la cruz, nosotros podemos al menos hacer el esfuerzo.

Es por eso que, a la hora de “pertenecer a algo”, tú ya tienes un lugar en la mejor “organización” que existe: la Iglesia. Y lo mejor es que aquí no necesitas tatuarte la cara ni hacer juramentos raros. Solo seguir a Cristo y tratar de no perder el sentido del humor en el proceso.


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